jueves, 3 de diciembre de 2009

El jugador como héroe mítico


Millones de seres humanos hemos tenido el mismo sueño. Antes de querer ser médicos, ingenieros, cantantes, actores o narcotraficantes, el ideal es ser futbolista profesional. ¿Por qué? ¿Qué tiene de fascinante pertenecer a un equipo, entrenar cinco días a la semana, enfundarse un colorido uniforme, jugar un partido cada sábado o domingo, escuchar a una multitud que lo vitorea o lo abuchea –eso depende- a uno? Pues exactamente todo ello. Lo fascinante de ser jugador de futbol es la enorme parafernalia que lo rodea, ese entorno que mucho tiene de sacro y guerrero; pero sobre todo, lo que lo hace más seductor es la práctica misma del juego.
Esta fascinación se da también en otros deportes, claro está. En los Estados Unidos, por ejemplo, se produce lo mismo en el beisbol que en el basquetbol y el futbol americano, las tres actividades deportivas reinas en ese país. Desde pequeños, los norteamericanos son adoctrinados en ellas y empiezan a practicarlas en la escuela elemental para llevarlas al máximo –a nivel amateur- en las famosas ligas colegiales o universitarias. En su novela El lamento de Portnoy, el escritor norteamericano Philip Roth narra lo siguiente: “… recuerdo un domingo por la mañana, lanzándole a mi padre la pelota de beisbol y esperando luego en vano verla pasar volando a gran altura por encima de mi cabeza. Tengo ocho años y como regalo de cumpleaños, he recibido mi primer manopla, una pelota y un bat reglamentario para manejar debidamente el cual carezco aún de la fuerza necesaria”.
Los estadounidenses aman al beisbol como ningún otro pueblo en el mundo –no en vano llaman a su final profesional, con mal disimulada arrogancia, Serie Mundial- e igualmente aman al baloncesto y al futbol americano. Por eso los trasladan a la literatura y al cine, en narraciones que mucho tienen de épico, moralista y edificante. En cambio, desprecian al soccer (así lo llaman, sin el sustantivo anterior football, y lo pronuncian como a la despectiva palabra sucker), lo consideran ajeno, exótico e incomprensible y aun cuando de algunos años a la fecha se practica cada vez más en las escuelas primarias, aun cuando son dueños ya de una respetable liga profesional y su selección varonil ha avanzado a pasos agigantados y su selección femenil es la mejor del planeta, a pesar de eso sigue siendo un deporte minoritario al que se mira con desdén (hay un célebre capítulo de Los Simpson en el cual se presenta al soccer como la cosa más aburrida y sin sentido que pueda existir).

Héroes de humilde linaje
Pero retornemos al tema central de este escrito: el jugador. Cuanta la tradición que los jugadores de balompié provienen en su gran mayoría de los barrios bajos de las ciudades. Esto es especialmente notorio en los países tercermundistas y en los de Hispanoamérica cobra tintes de leyenda. Naciones como Argentina y Brasil tienen como héroes populares a futbolistas surgidos de paupérrimas barriadas, donde estos personajes padecieron de niños toda clase de privaciones y a duras penas lograron ir a la escuela. Desnutridos, pobres, ignorantes, sobrevivientes de un medio hostil y violento, cruel y desesperanzador, estos chicos tuvieron en el futbol la única vía de escape para no caer, como otros de sus congéneres, en la delincuencia, la drogadicción o la muerte. Gracias a ese deporte, practicado en la calle, con los pies descalzos y a veces con latas vacías o trapos amarrados en lugar de pelotas, estos jovencitos consiguieron hacer realidad sus fantasías y llegar, tras gigantescos sacrificios, a ser profesionales, a formar parte del equipo de sus sueños y a jugar en los grandes estadios de sus países y del mundo entero.
Edson Arantes Do Nascimento, Pelé, y Diego Armando Maradona son los dos ejemplos más conocidos de estos miserables muchachitos iberoamericanos transformados en superhéroes del futbol. Sus historias individuales son ampliamente conocidas, aunque sus destinos finales hayan sido tan distintos. Ambos surgieron de barrios marginales, ambos destacaron como jugadores desde muy jóvenes, ambos triunfaron en sus equipos, ambos llegaron a sus selecciones nacionales y jugaron (y ganaron) campeonatos mundiales y ambos triunfaron hasta obtener ganancias millonarias y convertirse en semidioses adorados en el orbe todo. La diferencia consistió en que mientras Pelé (O Rey) supo administrarse y convertirse en un exitoso hombre de negocios y experto en relaciones públicas, Maradona cayó en el vicio, se volvió adicto a las drogas, engordó, estuvo refugiado en Cuba -donde cantaba alabanzas a Fidel Castro- y hoy es un mal entrenador de la selección de su país, a duras penas clasificada al Mundial de Sudáfrica, donde bajo la dirección del ex pibe le esperan tardes aciagas. Día y noche. Cielo e infierno. Luz y oscuridad. Blanco y negro (aunque en este caso el blanco sea el negro y viceversa). Para la opinión pública establecida, Pelé es el tipo ejemplar a quien todos deberíamos seguir y Maradona su contraparte, el muchacho malcriado y disipado que, víctima de sus contradicciones, lo echó todo por la borda.
Lo anterior no significa por supuesto que todos los jugadores brasileños sean como Pelé y todos los argentinos terminen como Maradona. De hecho, hay casos como el de Garrincha, el fenomenal extremo derecho del equipo Botafogo y de la selección de Brasil, quien fuera liquidado por el alcoholismo, en tanto que Jorge Valdano, estupendo delantero de la selección de Argentina y del Real Madrid de España, llego a ser presidente de este, el club más importante del mundo, además de buen escritor y dueño de un pensamiento claro y una cultura envidiable. Digamos que en medio de los arquetipos Pelé y Maradona, existe una infinita variedad de futbolistas cuyos rasgos resultaría muy engorroso y complicado clasificar y definir.



La élite de los ídolos
A lo largo de la historia, ha habido decenas, quizá cientos de miles de jugadores profesionales en los cinco continentes. De ellos, sin embargo, un porcentaje mayoritario ha quedado en el más completo olvido. Fueron futbolistas del montón, con cualidades suficientes para alcanzar un determinado estatus, pero sin la brillantez suficiente para ingresar a la élite de los grandes, los inolvidables, los fenómenos, los ídolos. Miles y miles de nombres, apellidos y apodos dejaron de ser recordados y se perdieron en el anónimato del cual salieron. No obstante, hubo unos cuantos que trascendieron a su época y forman parte del panteón mitológico del futbol mundial. Serán mil, tal vez quinientos o quizá menos de eso. Son los Cruyff, los Di Stefano, los Puskas, los Charlton, los Rivera, los Beckenbauer, los Fontaine, los Yashin, los Casarín -y claro, los Pelé y los Maradona. Son esos nombres de leyenda que despiertan emociones y recuerdos casi oníricos. Son los individuos que llevaron al futbol a la altura del arte. Los Da Vinci y los Picasso, los Bach y los Mozart, los Shakespeare y los Cervantes de un deporte que parece tan simple y que es capaz de sublimar al máximo al espíritu humano.

La masa de los anónimos
Pero dejémonos de idealizaciones y vayamos al futbolista común, al jugador profesional promedio, quien en su momento también es capaz de despertar, aun cuando sea a pequeña escala, las mismas emociones que sus grandes antecesores. ¿Qué se necesita para ser un buen balompedista? En primer lugar, una habilidad innata. Quienes practicamos el futbol de niños o adolescentes sabemos que en los equipos llaneros había compañeros de muy distintas capacidades. Si se me permite ejemplificar con mi caso personal –y como no puedo aguardar a que se me permita, tendré que hacerlo-, citaré aquí al conjunto del cual formé parte y fui incluso capitán cuando jugué al fut a principios de los setenta. El equipo se llamaba Don Bosco y elegimos ese nombre por una razón tan sencilla como estúpida (si bien en esos momentos nos pareció inteligentísima): una de las canchas donde se desarrollaba el campeonato se llamaba Deportivo Don Bosco y de ese modo pretendíamos afectar a los rivales con el efecto psicológico (sic) de aparecer nosotros como locales y ellos como visitantes. Sobra decir que tal efecto jamás surtió el efecto buscado, pues durante los dos o tres años que duró el equipo, siempre estuvimos en los últimos lugares, si no es que en el último, de los torneos en que participamos. El uniforme del Don Bosco era idéntico al de la selección alemana, es decir, camiseta blanca con vivos negros, calzoncillos negros y medias blancas. Muy bonito en verdad. De hecho, aún conservó mi camiseta -ya toda amarillenta- con el número 11 de extremo izquierdo, posición de juego que si bien coincidía en el nombre con mi posición política de aquel entonces –a mediados de la misma década ingresaría al Partido Mexicano de los Trabajadores-, nada tenía que ver con la militancia y sí mucho con la presunta consecución de goles. No voy a hablar de mí como jugador, pues aunque tenía buen toque de balón, era pésimo para driblar y muy miedoso para cabecear aquellos balones duros como piedras con los cuales jugábamos. Sin embargo, era el capitán del Don Bosco. ¿Por mi fuerte personalidad? ¿Por mi capacidad de líder? ¿Por mis talentos futboleros? No. Tan sólo porque le caía bien al patrocinador de la escuadra, el arquitecto Max Olivares, y él lo decidió así. A decir verdad, tengo la sospecha de que no era muy buen capitán, ya que padecía el síndrome de Charlie Brown, el personaje de Peanuts, la tira cómica del genial Charles M. Shulz. No me refiero a su enamoramiento perenne por la niña pelirroja (yo también, ¡ay!, suelo enamorarme de mujeres imposibles), sino a que su equipo (en su caso de beisbol) siempre perdía y la única ocasión en que él no pudo jugar, por encontrarse enfermo, por fin ganó. Eso me sucedió exactamente, un día que caí víctima de una fuerte fiebre, y se siente muy feo.

Pero ya me desvié del tema y de lo que quería hablar era del futbolista llanero. En aquel Don Bosco había jugadores malísimos (la mayoría lo éramos), pero existían dos o tres verdaderamente buenos, con un talento que pudo llevarlos a ser profesionales. Recuerdo muy especialmente a un compañero a quien apodábamos Teto, brillante mediocampista que lanzaba pases kilométricos con precisión milimétrica, ejecutaba tiros de castigo con mágica puntería y anotaba goles de todos colores y sabores. Pero no se cuidaba, bebía mucho -gran problema de los jugadores llaneros, cultivadores de la adoración a las caguamas (y usted, lector, sabe que no me refiero a las tortugas marinas)- y jamás se convirtió en el futbolista de primera división que hubiera podido ser. Dejé de verlo muchos años y luego supe que había muerto, atropellado por un microbús en la lateral del Periférico, mientras ayudaba a empujar un carro descompuesto.
¿Cuántos futbolistas llaneros hay en el mundo? Millones, de todas las edades, desde niños de cuatro años hasta adultos cincuentones que a duras penas logran correr diez metros sin sofocarse, mientras sus prominentes barrigas se bambolean con un burdo movimiento gelatinoso. Muchos de ellos se organizan en ligas de aficionados y otros juegan en parques o en las calles (¿quién no disfrutó alguna vez de unas “coladeritas” o de un “el que mete su gol, para”). Estoy cierto de que en la mente de cada uno de ellos (y de ellas también, ya que cada vez hay más mujeres que practican este deporte), en el fondo de su corazón, abriga o abrigó alguna vez la ilusión de convertirse en profesional y jugar en un estadio. Sin embargo, como es imposible que todos lleguen a cristalizar ese sueño, la mayoría lo sublima identificándose con alguna estrella del fut (o del pambol, como lo llaman algunos que lo desprecian).

Dime a qué jugador admiras y te diré quién eres
Hoy día, los niños y los jóvenes quieren ser como Messi, como Cristiano Ronaldo o como Beckham. Hace pocos años, en México todos querían ser como Hugo Sánchez. A los de mi generación nos tocó identificarnos con Enrique Borja.
Enrique Borja, el Cyrano, nació en la colonia San Rafael del Distrito Federal en 1946. Pese a su físico desgarbado y en apariencia enclenque, pronto destacó como futbolista y llegó al equipo Universidad en 1964, tan sólo dos años después de que los Pumas ascendieran a la primera división del futbol mexicano. Su debut se dio un tanto inesperadamente, cuando su entrenador y descubridor, el argentino Renato Cesarini, lo llamó para alinear en un partido contra el Zacatepec, luego de que el delantero titular Alberto Etcheverri se lesionara. El joven de diecinueve años no anotó en ese juego, pero destacó tanto que de inmediato llamó la atención de propios y extraños. No tardó en convertirse en titular y figura goleadora de la escuadra del Pedregal, al lado de jugadores como Elías Muñoz, Aarón Padilla y José Luis González, entre otros. Durante las cinco temporadas que permaneció en el UNAM, se convirtió en el ídolo de todos los que seguíamos al equipo de la playera dorada con delgadas líneas azules (o azul con delgadas líneas doradas, se usaban ambas indistintamente). Verlo jugar era un espectáculo. Sus remates inverosímiles le permitían meter goles inauditos, irreales. Carecía de técnica individual y casi se diría que era torpe. A veces, cuando corría, su velocidad era tal que parecía que en cualquier momento sus piernas se enredarían y caería al suelo con estrépito. Nada de eso. Con gran frecuencia esa velocidad le permitía llegar al balón antes que los defensas rivales y golpear el esférico de manera letal con la frente, la nuca, la rodilla, el muslo, el pie o lo que fuera. Por eso logró un promedio de quince goles por campeonato y por eso fue llamado por Ignacio Trelles a la selección nacional que asistió al campeonato mundial de 1966 en Inglaterra.

Recuerdo como si fuera ayer la transmisión televisiva, en glorioso blanco y negro, del partido entre México y Francia. A mis once años de edad pude ver aquel bizarrísimo gol de Borja, quien luego de recibir en el área chica un centro del Gansito Padilla, abanicó entre varios defensas galos para girar trescientos sesenta grados sobre su eje y volver a conectar la bola que se metió angustiosamente en la meta de los franceses. La maravillosa narración de Fernando Marcos hizo aún más emotivo y emocionante aquel momento inolvidable: “¡Borja, no falles! ¡No falles! ¡Gol de México! ¡Ahora es cuando, muchachos! ¡Adelante que hay calidad! ¡Adelante que hay gracia!”. Aunque cuando empató Francia, el propio don Fernando se lamentara con su dramático lenguaje cercano a la poesía: “¡Una falla, un error! ¡Ese maldito error que siempre nos acompaña y la fortuna que nos voltea la espalda!”.
Con la selección mexicana, Enrique Borja anotó cincuenta y dos dianas (aunque intereses comerciales le impedirían ser el centro delantero titular en el Mundial de México en 1970). Hubo un gol en especial, de palomita, en un amistoso contra Italia, que fue una obra de arte.

En 1969, el propio Borja y los aficionados pumas sufrimos un golpe artero cuando el América compró al centro delantero sin el consentimiento de éste. De nada le valió protestar (“No soy un costal de papas”, declaró públicamente). Los reglamentos de aquel entonces desprotegían al jugador (bueno, en México sigue siendo así) y lo condenaban a un regimen de esclavitud peor que el actual y Borja fue obligado a dejar a los auriazules y a enfundarse en la casaca crema.
Diez años permanecería el Cyrano con los de Coapa y hay que aceptar que ahí tuvo momentos de gloria. Fue campeón de liga con el equipo en dos ocasiones y consiguió tres campeonatos de goleo consecutivos (en 1970-71, 1971-72 y 1972-73). Con el Monito Rodríguez y Juan Manuel Borbolla como extremos surtidores de centros y sobre todo con el chileno Carlos Reynoso como magistral mediocampista, Borja formó parte de uno de los mejores cuadros de todos los tiempos en el futbol nacional. José Antonio Roca era el técnico americanista que logró instrumentar un estilo ofensivo y espectacular. Borja hizo entonces goles prodigiosos (recuerdo emocionado uno que le metió al Monterrey en el Estadio Azteca, sin ángulo de tiro, de volea, en el exacto nido de las arañas). Para su desgracia, después de un tiempo tuvo conflictos extrafutbolísticos con Reynoso (por unas revistas de historietas –Condorito y Borjita- que ambos sacaron a la venta) y con Roca y ambos, quienes conformaban una especia de mafia interna, le hicieron la vida imposible (prácticamente lo condenaron a la banca), hasta obligarlo a retirarse prematuramente del futbol.
Su último partido se llevó a cabo el domingo 18 de septiembre de 1977. Fue un América-Universidad en el Azteca. Borja nunca había podido anotarle un gol al equipo que lo vio nacer y esa tarde le hizo dos, para una despedida apoteósica ante más de ciento diez mil espectadores. Debo confesar, con cierto sentimiento de culpa, que es la única vez que he disfrutado una derrota de los Pumas.